Tendremos que preguntarnos, por ejemplo, si las vidas pueden «despegar» hacia algún destino o tienen más bien el deber de regresar continuamente a su mito fundacional, a una «escena originaria» que no es fácilmente publicable ni civilizable. Habrá que problematizar también nuestro presente, saturado de abstracciones y exigencias de gratificación. ¿No tienen todas estas facilidades que nos rodean la función de desactivar nuestra potencia ética y épica? ¿Hay algún absoluto personal, sin identidad fija, que debamos reivindicar, sin que eso suponga una violencia respecto al otro? Este narcisismo individual y colectivo, que va en aumento y hoy parece casi imprescindible para sobrevivir, ¿no será asimismo la defensa social e identitaria frente a la cercanía de una existencia anónima?

Veremos cómo Debord disecciona con extraordinaria precisión el gran motor de la tentación espectacular que nos arrastra y nos gobierna, exigiéndose a sí mismo inocular en cada pequeña textura de la sociedad del espectáculo una subversión posible. ¿Se consigue así destruir efectivamente algo o solo huimos de la inevitable soledad común de una vida mortal? ¿Podríamos acabar con la «velocidad de escape» del monólogo de la imagen sin arruinar los lazos de nuestra proyección común y nuestra vida social? ¿Se trata sólo de frenar esa velocidad espectacular, modularla? O más bien ¿«hay que organizar las condiciones prácticas de la conciencia» para un último gesto radical?

O quizás, recurriendo a una vieja leyenda, debamos recordar que tenemos dos manos: con una podemos negociar con lo que circula; con la otra, resistir en un paraje anónimo. Al fin y al cabo, nómadas son los que se aferran a una región central que no cabe en ningún sitio.

Por increíble que parezca todo esto lo suscita el enigma Guy Debord.